Lo que me enseñó una cría de golondrina sobre cuidar, criar y confiar
- Elena Soldado Llamas
- 19 may
- 2 Min. de lectura
Cuando llegamos a vivir a esta casa, allá por 2018, ya había alguien esperándonos: un nido de golondrinas bajo el alero del tejado. No estaba ocupado, pero ahí estaba, como un saludo silencioso. Ese primer año, no lo usaron. Tal vez porque aún éramos una familia forastera en su territorio, tal vez por prudencia. Pero al año siguiente, volvieron. Y confiaron.
No solo regresaron, sino que construyeron un nuevo nido junto al primero. Fue una alegría verlas ir y venir, cuidar, alimentar, criar. Hasta que un día, una cría cayó del nido. Era diminuta, indefensa. Tenía solo unos pocos días de vida. Y no podía volver a su sitio. Así que la acogimos. Con cariño, con respeto, con muchísimas dudas y un montón de cuidados. Le hicimos un nido alternativo. Usamos una golondrina de cartulina como referente visual, para que no perdiera su vínculo con su especie. Y la criamos con mimo durante las dos semanas que necesitó para prepararse para volar.
Y voló.
Más tarde, cuando ya sus padres y hermanos habían levantado el vuelo, el nido se vino abajo. No sabíamos por qué, pero quizás ya había cumplido su función. Decidimos entonces construir nuevos nidos de barro y paja, más resistentes. Documentamos el proceso, hicimos fotos, grabamos vídeos… porque sabíamos que aquello era más que una anécdota familiar. Era un símbolo.
Este año, unas nuevas golondrinas estuvieron intentando levantar un nido en otro rincón. No lo tuvieron fácil: se les cayó, se les deshizo, pero insistieron. No se rindieron. Y parece que ahora, por fin, lo han conseguido. También han comenzado a formar un nuevo nido a su lado. Más vida por venir.
¿Y qué tiene que ver todo esto con Ludo y Sofía?
Absolutamente todo.
Porque Ludo y Sofía nace de la misma intuición: la de cuidar lo que cae, lo que tambalea. La de acompañar a quien está empezando a volar. La de construir espacios seguros donde familias, criaturas y personas cuidadoras puedan crecer con confianza.
En cada taller, en cada retiro, en cada conversación con madres y padres que están agotados, ilusionados o simplemente perdidos, late el mismo gesto que cuando sostuvimos aquella cría en nuestras manos. La misma delicadeza, la misma mezcla de ternura e incertidumbre. La misma esperanza de que, con el ambiente adecuado, todo lo que nace puede volar.
La resiliencia de las golondrinas me recuerda que no importa si una idea tarda un año en tomar forma. Ni si algo se cae. Lo importante es seguir apostando por construir, por acoger, por levantar de nuevo lo que merece seguir.
¿Y tú, qué has aprendido de tus propios nidos?
¿Hay alguna historia en tu vida que te recuerde esta sensación de cuidar, de empezar de nuevo, de soltar? ¿Hay alguna parte de ti que necesite volver a volar?
Te leo con gusto. Aquí seguimos, al pie del alero. Por si alguna golondrina necesita un sitio donde quedarse un rato.
Comentarios